jueves, 21 de febrero de 2008

Relato

No recuerdo bien a qué hora llegué a la Estación de Autobuses de aquel recóndito pueblo. Creo que fue con el suficiente tiempo como para comprar el billete que me llevaría de vuelta a mi casa. Para matar el tiempo de espera, me puse a observar el vestíbulo de la estación y a la gente que por allí merodeaba.

El caso es que, cualquier concentración de personas da juego para todo tipo de lucubraciones sobre prejuicios, parentesco, y demás. Así que, mientras me dirigía hacia un sitio lo más alejado posible del ruido de la sala, me puse a descartar posibles compañeros de asiento.

- Si, cariño, creo que llegaré de madrugada –decía un hombre de mediana edad por el teléfono móvil, mientras se cruzaba en mi camino. Vestido de sport, y con algunos kilos de más, llevaba un portafolios cargado de papeles y bastante manoseado. La conversación, con su mujer, era en un tono agradable, correcto, y que terminó con el esperado "yo también te quiero".

El mobiliario de la estación era más bien minimalista, compuesto por un par de mesas de fumador, y varias hileras de sillas de plástico unidas por un pie de metal. En unas de esas sillas, estaba sentado un matrimonio tipo "Dios, Patria y Familia" que tenía una hija que estaba jugando en el suelo con su muñeca.

La niña me miró, y yo, como acostumbro, la saqué la lengua. Sonrió de forma cómplice, y me correspondió, mientras yo continuaba descartando sitios donde poder esperar la salida del autocar.

- Jo tía, que fuerte, que fuerte, que fuerte -a mi siniestra, una pseudo top model, peliteñida, vestida a la última, enseñando el ombligo y arrastrando el troley de turno, decía a su amiga, por el teléfono de última generación.

Examiné la posibilidad de comprar algo en las máquinas automáticas, pero había una pareja de jóvenes trotamundos, con voluptuosas mochilas que, aparte de comprar algo, se estaban besando apasionadamente. Oh el amor...

Por último había un banco, entre los dos servicios, donde un vagabundo haraposo se recuperaba de la borrachera de turno. Me llamaron la atención sus ojos grises, y un inusual olor a polvo de talco que percibí cuando me acerqué para entrar en el servicio. Al salir del cuarto de baño, me dirigí hacia la puerta, donde estaba la peliteñida, que continuaba con la conversación. No entiendo cómo la gente puede hablar tanto por teléfono para no decir absolutamente nada.

No pasó más de media hora cuando el autocar abrió sus maleteros. Con cierto orden, dejamos las maletas, y posteriormente, nos fuimos colocando en el interior.

El viaje transcurría con normalidad, habíamos abandonado la estación hacía como una hora, y mientras el conductor se peleaba con el vídeo para poner alguna película, nos cruzamos con una patrulla de la Guardia Civil y una ambulancia.

Vi los títulos de crédito de la película y pese a los ronquidos del hombre del portafolios, conseguí quedarme también dormido. Muchas veces, más que el ruido, es la ausencia de ruido la que te hace despertar. Oír un último gran ronquido, expiración agradecida, y volví a dormirme.

El conductor, que tampoco respetaba mi sueño, tomó una curva más curva de lo habitual, con lo que me desperté, como casi todo el autocar. El viraje fue tan violento, que el hombre del portafolios dio con su cabeza en el regazo de la peliteñida que estaba sentada en un asiento del pasillo contrario.

El sobresalto fue colectivo, las luces se encendieron. Al intentar incorporar al hombre del portafolios, la top model en cuestión tocó sangre, con lo que el grito fue necesariamente aterrador. Casi tanto o más que el frenazo del autocar.

Coincidió, por casualidades de la vida, que paramos cerca de un aparcamiento de carretera. El conductor, después de hablar por radio con la Guardia Civil, se dirigió hacia allí, y aparcó el autocar en un lugar visible, cerca de una farola. Motivos de seguridad. Por supuesto, nadie pudo moverse del autocar hasta que llegó la benemérita y la ambulancia reglamentaria.

Mientras los enfermeros atendían a los heridos, pocos, la peliteñida era tratada en primera persona por el médico de un fuerte ataque de ansiedad. El hombre del portafolios abandonó el autocar en una camilla del servicio funerario, después de que el juez hubiese ordenado el levantamiento del cadáver. Triste muerte en triste sitio.

- Conoce usted a este hombre? –me preguntó el señor agente de la autoridad, mientras yo intentaba recordar al mismo tiempo que mis defensas se disparaban y mi color pálido pasaba a ser salmón ruborizado...
- No, no le conozco…Bueno, sí –tartamudeé.
- Le conoce o no le conoce? –siguió preguntándome el agente.
Miré de nuevo la fotografía. Era un hombre bien parecido, en las fotos de carnet, uno siempre es bien parecido, y tenía unos ojos grises que automáticamente recordé.

Pensé que había sido original, y aunque, a veces soy ordinario, esta vez, fui vulgar. Resulto que el hombre en cuestión, más que sospechoso de asesinato, fue víctima. Era el nexo de unión con el hombre del portafolios, que como él, formaba parte de una serie de asesinatos. Así tambien lo habían confirmado de forma vulgar casi todos los ocupantes del autocar.

La entrevista con la Guardia Civil terminó con una orden explícita, para todos los ocupantes del autocar, de presentarse a la mañana siguiente en la comisaría correspondiente para seguir con la investigación.

Al salir de la furgoneta de atestados, pasé por al lado del conductor del autocar, que estaba bastante afectado, mientras oía la protesta, agitada, de otro compañero suyo, y que había sido sacado literalmente de la cama, para continuar el viaje que la muerte nos había hecho interrumpir.

El autocar del crimen fue precintado, y el nuevo conductor nos pegó un grito para que subiésemos en el coche sustituto. Aquel hombre había dejado sus modales en la cama. Metimos el equipaje de mala manera, y entramos en el nuevo autocar tan rápido como un grupo desorganizado y desorientado de personas, a altas horas de la madrugada, puede hacerlo.

Tuvimos que esperar a que una anciana, con paso torpe, consiguiese subir al autocar. La mujer en cuestión llevaba una rebeca hecha de punto y de color salmón.
- Vamos abuela, que no tenemos toda la noche –dijo el conductor.
- Ya, hijo, ya, es que los años pesan –contestó la mujer.
- Y los kilómetros también, jua jua jua!!! –contestó con diabólicas carcajadas el conductor, mientras que la señora, mirándole inquisidoramente, se dirigía, para sentarse, hacia uno de los asientos vacíos del autocar.

Ya no me pude dormir. Como en mi trabajo me paso el día contando filas, columnas y registros, tengo cierto espíritu de Conde Draco, de Barrio Sésamo, así que me puse a contar… Puntos kilométricos, curvas a la derecha, curvas a la izquierda, coches que nos adelantan, camiones cisternas, bajamos un valle, subimos un puerto… Personas que van a preguntarle al conductor. Podía ir a preguntarle yo también… Creo que voy a ir a preguntarle al conductor… Y qué le pregunto?

Fui hacia él con el paso lento, esperando a que, la señora de la rebeca, terminase su turno. Cuando la anciana volvía hacia su asiento, me crucé con ella en el pasillo. Apenas me di cuenta que se le había caído un pañuelo de papel manchado de sangre, supuse que de sus fosas nasales. Me sonrió, la devolví la sonrisa, y continuamos cada uno hacia nuestros destinos, eso sí, con cierto olor a polvo de talco.

Al mismo tiempo que yo llegaba a la altura del conductor, éste se desmayaba sobre el volante del autocar. Intenté tomar el control del vehículo, pero el peso de aquel corpulento hombre sobrepasaba con creces el que yo estoy acostumbrado a levantar.

El autocar chocó violentamente contra las rocas del interior de la curva. El conductor fue literalmente extirpado de su asiento. No creo que ningún forense fuese capaz de acertar con el motivo de su muerte. Fue de tal magnitud el golpe, que el autocar quedó atravesado en la estrecha calzada, para posteriormente, y por efecto de la gravedad, y como si fuese marcha atrás, caer al precipicio.

Abrí lo ojos. Estaba metido entre el asiento del conductor y lo que quedaba de la mampara de separación. Si fuese creyente diría que fue un milagro, pero quizás estaba allí porque pude tirarme al suelo, instintivamente, al mismo tiempo que se producia el accidente. Moví los dedos de las manos y los dedos de los pies, me toqué la entrepierna. Todo bien. Bueno, sangraba un poco en el cogote, pero la cabeza tampoco es un órgano vital. Repté hacia lo que quedaba de la puerta de salida, y conseguí, a duras penas, salir al exterior.

El cielo estaba naranja, amanecía. Aturdido me puse de pie, sin percatarme del infierno que había a mi alrededor. Como buenamente pude, me dirigí hacia la carretera, que estaba cuneta arriba... Fui encadenando un paso detrás de otro, tipo zombi, y a medida que lo hacía, iba recuperando la consciencia.

El autocar quedaba atrás, parecía que había andado cincuenta kilómetros aunque sólo fuesen unos cincuenta metros.
- Señor!!! -oí una voz dulce que me llamaba. Era la niña, huérfana en su desdicha, que también había sido superviviente más que sobreviviente de aquella hecatombe.

La cogí en brazos y seguí mi camino hacia la carretera, hacia la civilización. Al no ser un lugar muy transitado, me imaginé que tardaría un tiempo en llegar la necesitada ayuda.

Miré hacia el asfalto buscando las luces cómplices de algún vehículo. No me desesperé mucho porque, aunque mi búsqueda fue estéril, las sirenas de la policía y de las ambulancias se aproximaban incrementando aún más la mezcla de sonidos provocados por el accidente.

La tos de la niña hizo que girase la cabeza hacia ella. Un cuajo de sangre salió de su boca, manchándome el hombro. Una lágrima salió de mi ojo derecho. La abracé, al mismo tiempo que la depositaba, con cuidado, como si estuviese dormida, en el suelo.

Al incorporarme, noté un olor a polvo de talco que me resulto conocido. Me giré buscando el origen, encontrándolo. Un pinchazo de muerte me partió el corazón. El borbotón de sangre fue casi instantáneo, y mientras caía esperando la muerte, logré agarrarme a la rebeca de la anciana, precipitándome con ella de nuevo sobre la cuneta.

La anciana consiguió clavar la aguja de hacer punto en la tierra, mientras, a lo lejos, y con unas voces muy tenues, escuchaba, por última vez, a la policía y a los enfermeros que se dirigían hacia el autocar.